Ir en transporte público es hacerse público por nada

Hay trayectos donde uno no se traslada: se disuelve.
Subimos a un vagón como quien entra en una pecera humana.
Nos mecemos, nos rozamos, nos ignoramos…
y sin embargo, algo de nosotros queda ahí, pegado al cristal, al plástico tibio del asiento, al roce del pasamanos.

El transporte público no es solo una infraestructura:
es un escenario donde se representa la renuncia.
Renuncia al espacio propio, al silencio, a la pausa.
Renuncia a ser uno, para fundirse —a veces a regañadientes— en el magma social.

Nos hacemos públicos sin deseo, sin precio, sin tregua.
Hacerse público sin propósito es desdibujarse.
No hay intimidad. No hay identidad. Solo trayecto.

Lo colectivo debería redimir. Pero a menudo aplasta.
Y lo que podría ser comunión, se convierte en desfile de rostros sin vínculo.
Un teatro sin diálogo.
Un estar sin ser.

Pagamos por movernos, sí,
pero el coste real es más alto:
cedemos la piel invisible del yo privado.
Y lo hacemos cada día, por nada, por inercia, por sistema.

¿No deberíamos preguntarnos qué nos estamos dejando cada vez que subimos?