La sospecha injusta

Me gusta ser viejo.
No por nostalgia ni resignación, sino porque la vejez me concede el raro privilegio de no tener que justificar mis fallos.
Puedo olvidar una palabra, renunciar a una cita, moverme despacio o quedarme callado sin que nadie lo cuestione.
Es una especie de tregua silenciosa con el mundo.

Pero también me desagrada ser viejo.
Porque esa misma indulgencia se convierte en sospecha.
Porque cuando me detengo demasiado o titubeo, no ven un gesto, sino un síntoma.
Ya no soy un ser complejo, lleno de matices: soy un diagnóstico caminando.

Y entonces la edad, que me aliviaba de tener que dar explicaciones, me obliga a defender algo más sutil y profundo:
la integridad de mi mente.

Las elipsis que no existen

En el cine, la elipsis nos ahorra lo innecesario: los trayectos, las pausas, los silencios sin peso.
En la vida no existe tal recurso.
Por eso, cuando el instante se vuelve plano o sin sentido, buscamos distraernos.
El móvil, siempre a mano, llena ese hueco.

Pero no se detiene ahí. Nos engaña con su inmediatez y su promesa de gratificación constante. Así empieza la batalla: dopamina contra serotonina.
La primera nos empuja a buscar estímulos rápidos: una notificación, un clic, un vídeo más. Lo efímero se convierte en refugio.
Y como ya no toleramos el vacío, pronto empezamos a usarlo incluso en momentos que no eran vacíos del todo.
Nuestro cerebro, educado en la urgencia, pierde la capacidad de habitar el tiempo sin sobresaltos.

En ese hábito de evasión constante, vamos perdiendo algo más que tiempo.
Perdemos la capacidad de sostener una conversación sin mirar el reloj, de observar sin registrar, de esperar sin desesperar.
Perdemos presencia, profundidad y hasta memoria.
Nos alejamos de la contemplación, del ritmo natural de las cosas, de la posibilidad de habitar plenamente lo que sucede.

Ya no recordamos cómo era aburrirse sin angustia, ni cómo se sentía el silencio antes de llenarlo con ruido digital.
Nos alejamos de la contemplación, del ritmo natural de las cosas, de la posibilidad de habitar plenamente lo que sucede.

Vivimos escena a escena, sin cortes, sin edición.
Y quizá por eso, más que nunca, necesitamos reaprender a estar.
Porque no hay tecla de pausa ni montaje final. Solo este instante —completo— si logramos habitarlo.

¿Para quién se construye el futuro?

Torres que rozan cielos sin alma, trenes que surcan tierras vacías, catedrales colosales, ciudades que brillan desde el satélite pero permanecen vacías en el suelo. En diversos puntos del planeta, se levantan infraestructuras monumentales mientras las personas, en barrios densos o campos olvidados, enfrentan una vida cada vez más precaria.

¿Para quién se construye el futuro cuando el presente se desmorona?

Presupuestos públicos devorados por el servicio de la deuda. Educación y sanidad degradadas. Aulas abarrotadas, hospitales vacíos de recursos, profesionales que emigran o renuncian. Los ciudadanos no deciden estos megaproyectos, pero los pagan con cada recorte, cada subida de impuestos, cada servicio que se vuelve inaccesible.

Mientras se invierte en grandes obras visibles desde el espacio, se privatizan terrenos públicos, se venden empresas estratégicas, se firman acuerdos opacos y se cede soberanía a cambio de nuevas financiaciones. Lo llaman desarrollo, pero crece sobre una base erosionada.

La fórmula se repite en muchos países: préstamos de organismos internacionales, fondos soberanos, nuevas potencias que expanden su influencia con una diplomacia de la deuda que hipoteca décadas.

Las cifras y los logos lucen modernos, pero la pregunta sigue intacta:

¿Para quién se construye el futuro?


Porque si ese futuro no se construye para quienes más lo necesitan, para quienes llenan las aulas sin pupitres o hacen cola en hospitales sin camas, entonces no es futuro: es escaparate.
Y cuando el escaparate se impone sobre la dignidad de lo humano, el progreso no ilumina, enceguece.