En este tiempo líquido donde la verdad se evapora en titulares breves, hemos aprendido a convivir con la falsedad como si fuera niebla. Se instala suave, no duele al entrar, pero enturbia la mirada. Y lo más alarmante no es que se mienta, sino que nadie parezca hacerse cargo del daño.
Publicar una noticia falsa debería pesar. Tener la responsabilidad de alterar el relato de un pueblo, de avivar el miedo o enterrar la esperanza, debería doler en los dedos. Pero no. Se hace con frialdad técnica, como quien programa una máquina para que repita, sin temblor, la versión más rentable.
Y sin embargo, algo en nosotros —en lo más hondo, donde la conciencia todavía arde— sabe que cada mentira sin castigo es una fractura en el tejido invisible que nos sostiene. Se rompe algo cuando se distorsiona la realidad para vender, influir, manipular. No importa si la firma es de un medio poderoso o una cuenta anónima: la sombra que lanza una falsedad permanece incluso cuando se borra el tuit.
La impunidad es el oxígeno de la mentira. Mientras no haya consecuencias, las palabras seguirán deformándose como espejos cóncavos, y nosotros seguiremos perdiendo referencia, navegando entre relatos que no sabemos si fueron o fingieron ser.
No se trata de censura ni de inquisición. Se trata de cuidado. De ética mínima. De saber que narrar lo que pasa —decir el mundo— es un acto sagrado que no se debería prostituir por clics o favores. Porque cuando el engaño se repite sin freno, la verdad deja de doler. Y cuando la verdad deja de doler, algo esencial en nosotros comienza a morir.
Quizá el día que mentir vuelva a tener consecuencias, también recordemos cómo se respiraba en un mundo donde las palabras todavía importaban.