No se trata de acumular destinos como quién colecciona sellos o fotos bonitas para redes sociales. Turismo, en su sentido más profundo, es un ejercicio casi místico de actitud: la capacidad de abrir los sentidos, escuchar con el cuerpo, dejar que cada paso te transforme. Recuerdo un viejo pueblo de piedra, en cuyo silencio se escuchaban campanas lejanas y el crujido de las hojas secas. No traje postales, traje páginas de mi diario impregnadas de polvo y asombro.
Viajar es practicar la escucha lenta: del viento que juega con los cipreses, de las ráfagas de vida en una plaza cualquiera, de los conversadores sentados en bancos tomando mate o café. Es leer los muros, descifrar grafitis, sorprenderse con una ola de música que nace de un callejón. Cada calle se convierte en metáfora y cada estación de tren, en compás de una sinfonía propia.
La verdadera riqueza del turismo no está en ver lo “más famoso”, sino en detenerse ante lo insignificante: esa baldosa rota que cuenta mil pasos, la voz que susurra historias en un idioma antiguo, el olor a pan recién horneado que te despeja del mapa mental. Como si la actitud fuera una lupa: cuanto más enfoques, más detalles revelan su luz.
El viajero, entonces, es un observador activo. Camina sin prisa, deja que una conversación ajena le seduzca. Su cámara no busca el cliché, sino el instante irrepetible: una anciana regando su balcón al amanecer, un niño que corre detrás de una paloma, una mano que tiembla mientras dibuja sobre el agua. Todo aquello que no está en la guía, pero aparece en la historia que atesoras.
Cuando regresas, ya no eres el mismo. El viaje se convierte en una memoria lúcida, en ese tesoro intangible que te acompaña desde dentro. Porque de viajeros inquietos estamos todos hechos. Y la actitud, a fin de cuentas, es el primer billete hacia lo desconocido —ese espacio donde los paisajes te nombran, donde las ciudades se vuelven vivas y donde la brújula señala siempre a lo humano.