Umbral

Hay palabras que no nombran cosas, sino transiciones. “Umbral” es una de ellas.
No es un objeto ni un destino, sino ese instante indefinido en que algo comienza sin haber terminado del todo lo anterior.

Vivimos rodeados de umbrales, aunque no siempre los reconocemos. Algunos son visibles: una puerta abierta, una fecha marcada, un adiós pronunciado. Otros apenas se perciben: una intuición que nos roza, una sensación de extrañamiento, un cambio de ritmo interior.

Pero lo que define a todo umbral no es su forma, sino su exigencia: detenerse.
Porque en el umbral no se corre, no se decide aún. Se observa. Se duda.
Lo que fuimos no basta, y lo que seremos aún no se muestra del todo.
Es en ese no-saber donde aparece lo esencial.

Tal vez por eso cruzar un umbral verdadero no es moverse hacia adelante, sino soltar:
una certeza, un miedo, un relato sobre uno mismo.
Cruzarlo implica dejar morir algo. Por eso muchos prefieren no verlos.

Sin embargo, es allí —en ese borde donde el suelo cambia de textura— donde empieza toda transformación auténtica.
Y es allí también donde más necesitamos silencio,
porque el lenguaje viejo no alcanza para lo que está por nacer.