Vivimos en una época en la que los objetos se han transformado en espejos. No se adquieren solo por utilidad, sino para que reflejen una identidad frente a los demás. El automóvil de lujo, la prenda exclusiva o la vivienda con detalles superfluos dejan de ser bienes en sí mismos para convertirse en símbolos de reconocimiento. La ostentación se instala como un lenguaje silencioso de jerarquías y pertenencias.
Sin embargo, lo que estos objetos comunican hacia afuera no siempre guarda correspondencia con lo que se siente hacia adentro. La acumulación de signos visibles pretende suplir una ausencia invisible: la falta de autenticidad emocional. Quien busca validación en lo material deposita en el juicio externo lo que debería brotar de la coherencia interna.
La paradoja es evidente: cuanto más se exhibe, menos se sostiene. La aprobación que se obtiene por ostentar es efímera, dependiente del capricho de una mirada ajena, incapaz de construir arraigo en la experiencia personal. Lo material puede ofrecer confort, pero difícilmente otorga plenitud. Esa solo se alcanza cuando los símbolos externos se subordinan a la riqueza interior.
La verdadera sustancia emocional no necesita escaparates. Habita en la serenidad de las relaciones genuinas, en el goce silencioso de un momento compartido o en la construcción íntima de un sentido vital. Allí la validación no depende de lo que se muestra, sino de lo que se vive. Y en esa discreta profundidad, la ostentación se revela como lo que siempre fue: un eco hueco que confunde brillo con luz.