La ilusión del orden

En las sociedades que han perdido la escucha, la militarización se convierte en el lenguaje de los sordos. Se despliega no para proteger, sino para silenciar. Cada uniforme en la calle es un recordatorio de que la autoridad ha renunciado a la razón y la palabra como vías de equilibrio. Cuando el Estado responde con fuerza a la protesta, no defiende el orden: defiende el miedo a mirarse en el espejo que la multitud le ofrece.

La protesta social no surge del caos, sino de la fractura. Es el grito que intenta suturar una herida que el poder prefiere negar. Pero la militarización transforma esa herida en enemigo, convierte la necesidad en amenaza y la esperanza en delito. En ese momento, el ciudadano deja de ser interlocutor y pasa a ser objetivo. Se deshumaniza el conflicto para hacerlo gobernable.

Así se perpetúa el ciclo: opresión que engendra desesperación, desesperación que engendra rebelión, rebelión que legitima una nueva opresión. El poder llama “paz” al silencio que produce el miedo, y “orden” a la inmovilidad de quienes ya no esperan nada. Pero una sociedad que teme hablar está más cerca del colapso que de la estabilidad.

Militarizar el descontento es como regar con fuego una tierra reseca: puede apagar momentáneamente las llamas visibles, pero destruye las raíces que aún podían dar vida. El verdadero orden no se impone con fusiles; se construye con justicia, escucha y reparación. Todo lo demás es administrar ruinas bajo la bandera de la calma.