La evolución silenciosa

Tendemos a pensar que la evolución es un suceso remoto, algo que ocurrió antes de que la historia comenzara. Pero mientras trabajamos, caminamos o amamos, la evolución sigue actuando en nosotros. No se detuvo: simplemente se volvió silenciosa.

Aunque la cultura nos dé abrigo, aunque la tecnología nos haga sentir invulnerables, seguimos siendo cuerpos expuestos. El sol continúa modulando nuestra piel, la dieta reescribe nuestro metabolismo y las enfermedades seleccionan, sin que lo notemos, quiénes seremos mañana. La biología nunca abandonó la conversación: solo aprendió a dialogar con nuestras costumbres.

El color de la piel, la capacidad de digerir leche o la adaptación a climas extremos son recordatorios de que cada rasgo humano es una respuesta a un entorno que nos supera en escala y en tiempo. Incluso las epidemias recientes están dejando huellas que solo las generaciones futuras sabrán descifrar.

Creemos que hemos escapado a la naturaleza, pero la verdad es más humilde: somos una especie todavía en transición. Y quizá la verdadera madurez consista en reconocerlo. Entender que lo humano no es un estado fijo, sino un movimiento continuo, una negociación constante entre lo que deseamos ser y lo que el mundo nos permite ser.