Cuando la vivienda se convierte en un lujo y no en un derecho, la ciudad deja de ser hogar. Quien no puede pagar, se marcha. Quien se queda, lo hace con la sensación de estar atrapado en un escenario que ya no le pertenece.
Una ciudad sin diversidad social se convierte en un decorado vacío. Sus calles brillan, pero no laten. Sus plazas están llenas de turistas, pero desiertas de vecinos. La vida cotidiana se sustituye por consumo y espectáculo; la memoria, por escaparates iluminados.
El problema no es solo económico, es existencial. La expulsión silenciosa de quienes construyeron la ciudad erosiona su alma. La ciudad pierde sus contradicciones, sus mezclas, sus grietas humanas. Lo que queda es una superficie perfecta y muerta, diseñada para mirar, no para vivir.
Una ciudad sin alma no es una ciudad: es un producto. Y los productos no saben escuchar ni recordar. Solo esperan ser consumidos hasta que llegue el siguiente.