El trabajo que no compensa

Vivimos en una paradoja silenciosa: una generación entera se entrega al trabajo sin esperar, en realidad, que ese esfuerzo sea correspondido. No es la pasión por crear ni el deseo de trascender lo que guía sus pasos, sino la necesidad de sobrevivir en un entorno donde el salario se erosiona, la estabilidad se desvanece y la jubilación aparece como una promesa cada vez más lejana, quizá inalcanzable.

La precariedad no es solo un dato económico; es una forma de vida impuesta. Se infiltra en los proyectos personales, en la capacidad de imaginar un futuro y hasta en la manera de medir el tiempo. El reloj ya no marca horas, sino contratos temporales. La biografía se fragmenta en meses de empleo, pausas forzadas y la ansiedad de no saber qué ocurrirá después.

El discurso dominante habla de sostenibilidad del sistema de pensiones, de porcentajes y de edades de jubilación que se estiran hasta lo inhumano. Pero rara vez se aborda lo esencial: un sistema construido sobre trayectorias laborales largas y estables no puede sostenerse cuando las nuevas generaciones viven atrapadas en lo contrario. La ecuación es imposible si la base está rota.

Lo más inquietante es la herida invisible que deja esta precariedad: una fatiga vital que no procede de trabajar demasiado, sino de trabajar sin sentido. No se trata de esfuerzo ni de sacrificio, sino de la sospecha de que ese esfuerzo jamás encontrará correspondencia. Como si la sociedad hubiera convertido a los jóvenes en corredores de una carrera interminable cuyo premio final se desvanece justo cuando parece alcanzable.

Tal vez el verdadero problema no sea la jubilación, sino la ausencia de horizonte. No el final del camino, sino la imposibilidad de caminar hacia algo que prometa más que mera supervivencia. En esa intemperie existencial, cada decisión se reduce a elegir entre partir o resistir, entre vivir hoy sin esperar mañana o hipotecar el presente en nombre de un futuro incierto.

La pregunta, entonces, no es si habrá pensiones en el año 2050, sino si habrá vidas suficientemente enteras para disfrutarlas. Porque un trabajo que no compensa no solo empobrece el bolsillo; termina por erosionar la propia idea de vivir con dignidad.