Vivimos sometidos a una lógica casi automatizada: viajamos “por inercia”. Vacaciones en masa, destinos saturados, y ese click casi mecánico para fotografiar la atracción más famosa. Todo ello gracias al bombardeo constante de imágenes sugerentes en redes, que transforman la experiencia en una imitación global. Esta urgencia por "el recuerdo perfecto" convierte los lugares en escenarios, incluso cuando ya no tienen nada que contar más allá del cliché, atrapados en una carrera hacia ninguna parte.
El fenómeno del sobreturismo —el exceso de visitantes que supera la capacidad sostenible de los sitios— pone en jaque nuestra dimensión de descubrimiento. El daño va más allá de la incomodidad: afecta al tejido urbano, cultural y ecológico. Subida en los precios de la vivienda, pérdida del comercio local auténtico, privatización del espacio público y presión sobre infraestructuras esenciales son solo algunos de los efectos más visibles.
Pero, ¿qué nos empuja a actuar contra nuestro propio bienestar emocional y de los destinos que visitamos? La respuesta se halla en una suma letal: redes sociales que amplifican tendencias, y empresas que incentivan el movimiento sin freno: vuelos baratos, reservas relámpago, notificaciones permanentes. Nos venden un viaje como éxito. Nos preguntan, y nos preguntamos: ¿y si, en lugar de correr, hiciéramos una pausa consciente?
Y entonces surge la alternativa consciente:
- Que el viaje deje de ser una huida o exhibición para convertirse en una experiencia de presencia y relación.
- Que prioricemos trayectos más lentos y ricos en significado, como elegir el tren sobre el avión.
- Que descubramos lugares olvidados o menos celebrados, en armonía con su ritmo, su gente y su ambiente.
Porque viajar bien ya no es cuestión de cuántas fotos caben en tu feed. Es sobre qué puedes dejar en tu interior y en el entorno que visitas. Quizá el verdadero viaje ya no sucede cuando llegas al sitio, sino antes: cuando decides moverte con intención.