La libertad que no pueden quitarnos

En un mundo que gira con velocidad vertiginosa, donde lo exterior parece dictar cada instante de nuestras vidas, olvidamos con facilidad una enseñanza que atraviesa los siglos: la verdadera libertad no está en lo que poseemos ni en lo que controlamos, sino en nuestra relación con los acontecimientos.

Epicteto recordaba que nada es tan poderoso como la capacidad de discernir entre lo que depende de nosotros y lo que no. De nosotros dependen nuestras decisiones, nuestra actitud, la forma en que elegimos interpretar la realidad. No dependen, en cambio, la fortuna, el azar ni los juicios de los demás. El error más frecuente es confundir un plano con el otro: sufrir por lo que nunca estuvo bajo nuestro alcance y desatender lo único que nos pertenece de verdad —nuestro interior.

Esta distinción no es un refugio pasivo ni una resignación. Es, más bien, el acto más radical de soberanía personal: dejar de ser esclavos de la ira, de la vanidad, de los miedos que brotan de lo externo, para volvernos dueños de nuestra respuesta. No podemos impedir la tormenta, pero podemos elegir si enfrentamos sus vientos con serenidad o con desesperación.

El pensamiento de Epicteto es incómodo porque despoja al ego de excusas. Nos dice que la dignidad no se encuentra en el cargo, en la riqueza o en la fama, sino en la coherencia de un alma que sabe vivir conforme a su naturaleza. Una cadena puede atar los pies, pero no la mente. Una adversidad puede golpearnos, pero no doblegar la virtud.

En última instancia, la enseñanza del filósofo es un recordatorio de que la libertad no se conquista fuera, sino dentro. Y que quien aprende a gobernarse a sí mismo posee un poder que ningún tirano, circunstancia o infortunio podrá arrebatarle jamás.