La fragilidad invisible

Vivimos en una época que ha confundido el cuidado con la anulación del riesgo. La intención de proteger, noble en apariencia, ha terminado por atrofiar la musculatura invisible que permite sostener la frustración. Esa fuerza no se forja en los momentos de éxito, sino en los fracasos que uno aprende a metabolizar. Sin esa gimnasia del alma, la mínima contrariedad se percibe como una agresión intolerable. Así nace la hipersensibilidad vacía: una piel sin grosor que siente mucho pero resiste poco.

La cultura contemporánea, obsesionada con el confort, ha redefinido el bienestar como ausencia de incomodidad. Todo lo que incomoda se evita; todo lo que hiere, se censura; todo lo que exige, se diluye. Pero la vida no se entrega envuelta en algodones. Crecer implica atravesar la aspereza del mundo, rozarse con sus bordes, aprender que el dolor no siempre destruye: a veces instruye. Cuando la cultura elimina toda aspereza, fabrica una sociedad estéril, incapaz de soportar el disenso, el conflicto o la lentitud.

La escuela, reflejo de esa misma lógica, ha transformado el error en humillación. En lugar de convertirlo en un laboratorio de comprensión, lo exhibe como fracaso público. El alumno no aprende entonces a pensar, sino a ocultar. El miedo a equivocarse se convierte en miedo a mostrarse. Y así, la educación, que debería expandir la voz interior, produce silencio.

Necesitamos micro-retos que duelan sin destruir, pequeñas dosis de dificultad que despierten la conciencia sin quebrarla. No se trata de endurecer el alma, sino de templarla. Igual que el metal se fortalece al pasar por el fuego, la mente se hace lúcida cuando soporta la incomodidad y la observa sin huir. Educar en el siglo XXI no consiste en eliminar el dolor, sino en dotarlo de sentido.

Solo así empezaremos a cultivar seres que, aun sintiendo la herida, serán capaces de seguir caminando con ella a la luz del día.