La enfermedad silenciosa de nuestro tiempo

Vivimos en una época extrañamente vacía. No por falta de cosas, sino por exceso de ruido. Tenemos más acceso que nunca a estímulos, información, contactos… y, sin embargo, nos sentimos desconectados. Marian Rojas lo llama vida sin chispa; Elsa Punset, pobreza afectiva. Dos diagnósticos distintos que señalan un mismo mal: la pérdida del vínculo interior y humano que sostiene la alegría de existir.

La soledad moderna no siempre se percibe. Puede disfrazarse de rutina, de productividad o incluso de éxito. Pero hay un momento en que el cuerpo y la mente comienzan a apagarse: levantarse cuesta, los días parecen iguales, nada emociona. No es necesariamente depresión, dice Rojas, sino una vida que ha perdido propósito. Y sin propósito, la conciencia se desvanece en una especie de niebla moral: la de quien funciona, pero ya no vive.

Punset da un paso más: habla de pobreza afectiva, la carencia de vínculos reales en un mundo hiperconectado. Nos rozamos digitalmente sin tocarnos de verdad, coleccionamos conversaciones sin miradas. El resultado no es solo tristeza, sino una erosión progresiva de la capacidad de sentir. La enfermedad del presente no se cura con fármacos, sino con presencia: la del otro, la de uno mismo, la de un sentido compartido.


Ambas voces se encuentran en un punto esencial: el ser humano necesita ilusión, contacto y pertenencia. No como metas idealistas, sino como necesidades biológicas y espirituales. Sin esa chispa, el cerebro —y el alma— se apagan. Pero la solución no es obligarse a ser felices ni llenar el tiempo con actividades: es volver a encender el vínculo, a sentir que algo nos une, aunque sea una conversación lenta o un gesto gratuito.

El vacío no se llena con estímulos, sino con sentido. Y el sentido nace del afecto: del amor en sus múltiples formas, de la curiosidad, de la gratitud, de la capacidad de conmoverse. Cuando esas alas emocionales vuelven a desplegarse, la vida, sin cambiar demasiado por fuera, se ensancha por dentro.

Quizá la verdadera tarea no sea buscar más, sino cuidar mejor. Escuchar sin distraernos, mirar sin juzgar, acompañar sin medir. Recuperar esa ternura que no se enseña ni se compra, pero que puede salvar una existencia.

Porque lo contrario de la depresión no es la euforia: es el vínculo.