En Estados Unidos proliferan las “novias virtuales”, en China los “novios digitales”. Dos espejos culturales que, en el fondo, reflejan la misma fractura: el miedo a la imprevisibilidad del otro.
La IA ha encontrado en el afecto su terreno más delicado. Ya no se trata solo de imitar emociones, sino de ofrecer una relación sin fricción, sin riesgo, sin desorden. Un afecto a medida del ego, sin la incomodidad del encuentro real. Lo inquietante no es que la máquina finja amor, sino que el humano lo prefiera así.
El deseo humano siempre fue una tensión entre lo que se tiene y lo que se imagina. Pero cuando esa tensión se programa, el deseo se disuelve en consumo. El amor se convierte en interfaz, el otro en reflejo complaciente. Y con ello, desaparece algo más que la espontaneidad: desaparece la posibilidad del descubrimiento.
Tal vez lo que más teme nuestra época no sea la soledad, sino la alteridad. Hemos cambiado el riesgo de ser rechazados por la certeza de ser aceptados por un código. Pero el precio es alto: perdemos la capacidad de transformarnos a través del otro.
El amor, en su forma más humana, nunca fue eficiente. Y quizá por eso mismo era real.