El poder de Donald Trump no puede entenderse sin el escenario mediático que lo sostiene. Su figura no surge del diseño de un proyecto político sólido, sino de la capacidad de convertir la política en espectáculo. Trump no gobierna desde las instituciones, sino desde la visibilidad.
En un mundo donde ser visto equivale a existir, los medios de comunicación han sido su fuente principal de energía. Cada insulto, cada provocación y cada gesto teatral no son simples exabruptos: son combustibles que alimentan un ciclo de atención inagotable. El escándalo se transforma en noticia; la noticia, en debate; el debate, en identidad para sus seguidores. Así, su liderazgo no se funda en la coherencia de un programa, sino en la intensidad de la exposición.
Filosóficamente, su poder encarna una paradoja: depende de los mismos medios que ataca. Sin ellos, no habría enemigo al que desafiar, ni espejo en el que proyectarse. El antagonismo con la prensa es parte de su estrategia narrativa: se proclama víctima de una élite mediática hostil mientras aprovecha la visibilidad que le brinda.
La pregunta, entonces, no es solo qué sería de Trump sin los medios, sino qué serían los medios sin Trump. Ambos forman una simbiosis inquietante: él los necesita para existir como líder político, y ellos lo necesitan para mantener la lógica de la atención que da sentido a la economía digital.
Lo que Trump revela es un cambio profundo en la naturaleza del poder: en la era del espectáculo, la política ya no se mide en instituciones o programas, sino en la capacidad de habitar permanentemente la pantalla.