Durante décadas imaginamos el futuro como un catálogo de prodigios: coches voladores, ciudades suspendidas, robots con alma. Pero el verdadero futuro es menos espectacular: la ciencia ya no busca expandir el mundo, sino impedir su desaparición.
La palabra clave ya no es progreso, sino habitabilidad. Hemos desarrollado una capacidad enorme para transformar el planeta, pero muy poca para comprender sus límites. Por eso la ciencia que necesitamos no es la que promete poder, sino continuidad; no la que conquista, sino la que protege.
La Unesco lo resume con claridad: la ciencia del siglo XXI será técnica, pero también ética, política y emocional, porque su misión ya no es solo crear, sino preservar las condiciones mínimas de vida.
Hemos pasado del sueño de escapar del planeta a la urgencia de sostenerlo.
No la conquista, sino la cohabitación.
No la omnipotencia, sino la lucidez.
La pregunta decisiva ya no es qué podemos inventar, sino qué ciencia necesitamos para seguir aquí.
Quizá algún día vuelvan los prodigios y las autopistas del cielo.
Pero antes debemos asegurar algo más sencillo y más grande:
que el cielo siga existiendo.