Hay silencios que dialogan. Otros, en cambio, se alzan como muros. Cuando alguien deja que todo pase sin decir nada, sin cuestionar, sin expresar siquiera una queja mínima, ese silencio no siempre es serenidad. A veces es un refugio, otras, una renuncia.
Callar ante los conflictos puede parecer una muestra de madurez, pero cuando el silencio es permanente, se convierte en una forma de evitarse a uno mismo. No se calla solo para no herir al otro, sino porque uno teme enfrentarse a lo que siente. La culpa, la inseguridad, el miedo al rechazo o al conflicto moldean una estrategia que se repite una y otra vez: no hablar, no incomodar, no existir del todo.
Hay personas que crecieron entre discusiones que dolían más que el propio silencio. Otras aprendieron que enfadarse era sinónimo de ser malas personas, que expresar rabia era un acto de traición emocional. Así, aprendieron a tragarse las palabras, incluso las necesarias.
Pero el silencio constante no cura. Solo aplaza. No resuelve, solo enmascara. Porque las emociones no dichas no desaparecen: se endurecen, se enquistan o salen por lugares más torcidos. Y al final, lo que parecía una forma de proteger la paz, se convierte en una barrera para el entendimiento.
El verdadero desafío no es callar. Es aprender a hablar sin herir. A decir sin destruir. A nombrar lo que nos pasa con la claridad de quien se respeta lo suficiente como para no vivir mudo en su propia historia.