Llega un momento en que uno se convierte, sin buscarlo, en el primero de la fila. No porque haya adelantado a nadie, sino porque todos los que iban delante ya se han ido. Los padres, los tíos, los abuelos. Las figuras que antes llevaban el peso de la historia familiar, las voces que tenían respuestas, los que sabían.
Y de pronto, el viejo soy yo.
No hay ya a quién preguntar. No queda un “más sabio” al que acudir. La memoria familiar me atraviesa, como último testigo. Es una nueva soledad, más vertical, más profunda. No la del que está solo, sino la del que está arriba. Y desde ahí, solo se mira hacia abajo.