Algo está cambiando en las entrañas del tejido empresarial español. Las decisiones estratégicas ya no se toman solo en despachos ni se filtran por comités. Se intuyen en la danza de un video viral, en el gesto espontáneo de un influencer, en la reacción emocional que provoca una historia de 15 segundos.
España, territorio influencer.
No es exagerado. Más del 87% de la población es activa en redes sociales. Casi dos horas diarias. El país entero —desde Canarias a Cantabria, desde Madrid al último rincón de Murcia— se mueve al ritmo de Instagram, TikTok, YouTube. Y no solo como espectadores: como partícipes, creadores, consumidores y, sobre todo, influenciados.
Las empresas han tomado nota. Ya no basta con anunciar, hay que emocionar. Ya no sirve solo una campaña, hay que integrarse en el flujo constante de contenido. Y en ese nuevo paisaje, los influencers son guías y termómetros, brújulas y espejos. Marcan tendencia, legitiman productos y definen estilos de vida. Incluso los más pequeños —los llamados nano y micro-influencers— se han convertido en piezas clave: menos masivos, pero más creíbles. Más locales, más humanos.
Y cuando la humanidad no alcanza… aparece lo virtual.
Influencers creados por IA, con millones de seguidores reales. Avatares que no envejecen, no se cansan, no cometen errores, y sin embargo logran algo profundamente humano: generar conexión. Shudu, Imma, Noonoouri, Lil Miquela… nombres artificiales con comunidades auténticas. La paradoja ya no es futurista, es tendencia.
Detrás de todo esto se abre una pregunta que no es técnica, sino filosófica:
¿Dónde reside hoy la autenticidad?
¿En la verdad de quien comunica o en el impacto de lo que se comunica?
¿Importa más el quién o el cómo?
España no es solo un territorio influencer. Es un espejo líquido de lo que viene. Un país que, sin saberlo del todo, está ensayando en sus redes una nueva forma de habitar lo real.