Las elipsis que no existen

En el cine, la elipsis nos ahorra lo innecesario: los trayectos, las pausas, los silencios sin peso.
En la vida no existe tal recurso.
Por eso, cuando el instante se vuelve plano o sin sentido, buscamos distraernos.
El móvil, siempre a mano, llena ese hueco.

Pero no se detiene ahí. Nos engaña con su inmediatez y su promesa de gratificación constante. Así empieza la batalla: dopamina contra serotonina.
La primera nos empuja a buscar estímulos rápidos: una notificación, un clic, un vídeo más. Lo efímero se convierte en refugio.
Y como ya no toleramos el vacío, pronto empezamos a usarlo incluso en momentos que no eran vacíos del todo.
Nuestro cerebro, educado en la urgencia, pierde la capacidad de habitar el tiempo sin sobresaltos.

En ese hábito de evasión constante, vamos perdiendo algo más que tiempo.
Perdemos la capacidad de sostener una conversación sin mirar el reloj, de observar sin registrar, de esperar sin desesperar.
Perdemos presencia, profundidad y hasta memoria.
Nos alejamos de la contemplación, del ritmo natural de las cosas, de la posibilidad de habitar plenamente lo que sucede.

Ya no recordamos cómo era aburrirse sin angustia, ni cómo se sentía el silencio antes de llenarlo con ruido digital.
Nos alejamos de la contemplación, del ritmo natural de las cosas, de la posibilidad de habitar plenamente lo que sucede.

Vivimos escena a escena, sin cortes, sin edición.
Y quizá por eso, más que nunca, necesitamos reaprender a estar.
Porque no hay tecla de pausa ni montaje final. Solo este instante —completo— si logramos habitarlo.