Torres que rozan cielos sin alma, trenes que surcan tierras vacías, catedrales colosales, ciudades que brillan desde el satélite pero permanecen vacías en el suelo. En diversos puntos del planeta, se levantan infraestructuras monumentales mientras las personas, en barrios densos o campos olvidados, enfrentan una vida cada vez más precaria.
¿Para quién se construye el futuro cuando el presente se desmorona?
Presupuestos públicos devorados por el servicio de la deuda. Educación y sanidad degradadas. Aulas abarrotadas, hospitales vacíos de recursos, profesionales que emigran o renuncian. Los ciudadanos no deciden estos megaproyectos, pero los pagan con cada recorte, cada subida de impuestos, cada servicio que se vuelve inaccesible.
Mientras se invierte en grandes obras visibles desde el espacio, se privatizan terrenos públicos, se venden empresas estratégicas, se firman acuerdos opacos y se cede soberanía a cambio de nuevas financiaciones. Lo llaman desarrollo, pero crece sobre una base erosionada.
La fórmula se repite en muchos países: préstamos de organismos internacionales, fondos soberanos, nuevas potencias que expanden su influencia con una diplomacia de la deuda que hipoteca décadas.
Las cifras y los logos lucen modernos, pero la pregunta sigue intacta:
¿Para quién se construye el futuro?
Y cuando el escaparate se impone sobre la dignidad de lo humano, el progreso no ilumina, enceguece.