Europa presume de un desempleo en mínimos, pero ese logro oculta un vacío más profundo: tener empleo no basta si ese empleo no genera progreso ni sentido. El verdadero riesgo no es la falta de trabajo, sino quedar atrapados en trabajos estables pero improductivos, que no transforman ni a las personas ni a la sociedad.
La productividad, más que un cálculo frío, es la capacidad de aportar inteligencia, creatividad y valor a cada hora de trabajo. Europa, aferrada a la seguridad de lo conocido, ha invertido menos en innovación y tecnología, confundiendo permanencia con plenitud.
El desafío es pasar de proteger puestos a liberar talento y crear empleos significativos, donde la estabilidad no sea un fin en sí mismo, sino un medio para el crecimiento común. El futuro europeo dependerá de si elegimos una ocupación sin horizonte o una obra compartida de progreso real.