El espejismo del fracaso

Vivimos mal el fracaso porque lo confundimos con un espejo fiel de lo que somos. Lo convertimos en sentencia, en identidad, en marca indeleble sobre nuestra piel. Sin embargo, el fracaso no dice nada definitivo: solo habla de un instante, de una acción, de una circunstancia que no llegó al desenlace esperado.

Creer que fracasar nos revela nuestra esencia es una trampa. Significa otorgar a lo contingente el poder de definir lo absoluto. Es como confundir una sombra pasajera con la forma verdadera del cuerpo. El fracaso no es una fotografía del ser, sino apenas un gesto detenido en el tiempo, que puede cambiar, desvanecerse o transformarse en otra cosa.

Quizá lo que más nos hiere no es el hecho en sí, sino la interpretación que le damos: ese susurro interior que nos dice “esto eres tú”. Y, sin embargo, somos más que cada error, más que cada intento truncado. La vida no se agota en un examen suspendido, en un negocio cerrado, en una relación rota.

Lo único que revela el fracaso con certeza es que seguimos siendo humanos: vulnerables, falibles, en camino. No es un retrato de nuestra identidad, sino un recordatorio de nuestra condición.

La verdadera libertad comienza cuando dejamos de mirar el fracaso como sentencia y lo reconocemos como tránsito. Porque no somos lo que fracasamos: somos lo que seguimos buscando después.