Decir que el hombre es un puente y no una meta es reconocer que nuestra existencia no se agota en sí misma, que no somos el fin último del proceso vital ni del despliegue del universo. Un puente une dos orillas: la del pasado que nos sostiene y la del futuro que aún no vemos. Existir como puente significa aceptar que estamos en tránsito, que nuestro ser está llamado a transformarse en algo más, en algo que todavía no alcanzamos a nombrar.
Cuando el hombre se concibe a sí mismo como meta, se encierra en la ilusión de lo definitivo. Se cree centro y culminación, como si la historia y el sentido del mundo desembocaran en él. Esa ilusión, sin embargo, nos condena al estancamiento y a la soberbia: nos hace creer que ya no queda nada por superar, que lo humano es la cima y no el inicio de una travesía más vasta.
Pensarnos como puente nos devuelve la humildad y, al mismo tiempo, la grandeza. Humildad porque aceptamos que no somos la última palabra, grandeza porque reconocemos que nuestra misión no es permanecer inmóviles, sino abrir camino a lo que vendrá. La pregunta profunda no es “qué es el hombre”, sino “qué puede llegar a ser gracias a este tránsito que somos”.
Tal vez nuestra mayor tarea consista en construirnos como un puente sólido, capaz de sostener los pasos de lo que aún no existe. Vivir como puente significa crear, arriesgar, educar, transformar y, sobre todo, no confundir la quietud con el destino.
*Friedrich Nietzsche