El dinero se presenta como llave universal, capaz de abrir las puertas de la vida. Sin embargo, su brillo es engañoso: lo que abre no siempre son horizontes, sino pasajes que conducen a nuevas dependencias. Tras cada puerta, más que libertad, suelen esperarnos jaulas invisibles: contratos, deudas, obligaciones disfrazadas de privilegios.
El error está en confundir medio con fin. El dinero no es un destino, sino un instrumento; cuando lo adoramos como fin último, lo convertimos en amo. Y bajo su dominio, la promesa de autonomía se transforma en servidumbre voluntaria.
La paradoja es clara: no es la pobreza la que encierra, sino la ilusión de que solo el dinero libera. El verdadero espacio abierto no se compra, se conquista dentro de uno mismo.