La existencia se nos da como punto de partida, una coordenada biológica en el mapa del tiempo. Respirar, consumir, producir, desplazarse... son actos que el mundo confunde con la vida, pero apenas son sus sombras mecánicas. Vivir, en cambio, implica una tensión interior: la conciencia de estar entre lo que podría ser y lo que se resigna a ser.
Muchos existen porque temen vivir. Se aferran a la seguridad de los hábitos, al murmullo colectivo que les dice qué desear, qué admirar, qué evitar. Viven en la superficie de los días, como hojas arrastradas por la corriente. Su identidad no nace de sí mismos, sino del eco de los demás. No se preguntan hacia dónde van, porque su brújula está dictada por el ruido del mundo.
Vivir de verdad exige ruptura: interrumpir el automatismo de lo dado, sentir el vértigo de lo incierto, aceptar la belleza y el dolor que conlleva elegir. El que vive no repite; transforma. No acumula experiencias, sino que las atraviesa hasta que dejan una huella. No busca placeres, sino sentido.
Tal vez por eso tan pocos viven: porque hacerlo implica morir a la comodidad, a la indiferencia, al miedo a ser distintos. Requiere mirar la vida de frente, con su fragilidad y su grandeza, y comprender que cada instante es un límite: puede diluirse en la costumbre o encenderse en conciencia.
Quien vive de verdad no teme perder, porque ha entendido que solo se pierde lo que nunca se ha habitado.