Pero no es una fuga, sino un reajuste. Cuando la mente comprende la estructura del mundo social —sus trivialidades, sus repeticiones, su vacío disfrazado de cercanía— aparece una claridad cruel: participar demasiado implica perderse.
La retirada no es aislamiento, es protección del pensamiento.
Quien ve demasiado siente demasiado. Y quien siente demasiado descubre que la multitud no es compañía, sino fricción.
Por eso la soledad elegida es un territorio sagrado:
allí donde el individuo se despoja del ruido, la mente deja de reaccionar y comienza a crear.
No se busca paz: se busca autenticidad.
Y ocurre entonces la inversión decisiva:
la renuncia a lo superfluo se convierte en una forma de presencia más alta.
Una presencia que no necesita ser vista para existir.
La filosofía siempre ha comenzado en el mismo lugar:
un ser humano sentado en silencio, frente a sí mismo, dispuesto a no mentirse.
Todo lo demás —la sociedad, sus demandas, sus máscaras— es apenas decorado.
La soledad no es vacío.
Es la última forma de honestidad.