Se nos olvida que el dolor psíquico no solo exige química: exige mundo. No basta con silenciar la tormenta interior; hay que reaprender los vínculos que la sostienen. Quizá por eso un estadio —ese pulmón que respira a la vez— pueda, por unas horas, devolver al yo al latido de la multitud.
Quien deprime suele perder el ritmo: los días dejan de tener relieve, la semana se aplana, el futuro no tiene citas. El fútbol, con su calendario obstinado, introduce una estructura mínima: el antes, el durante, el después; el partido que se espera, el trayecto, la conversación. La vida vuelve a tener “próximo”.
Hay también una cura de pertenencia. La depresión narra “estoy fuera”; la grada responde “estás dentro aunque no te conozcamos”. No es un amor sublime: es vecindad. Un gol ajeno se convierte en gesto propio; un desconocido te toca el hombro como si te despertara. La identidad se afloja lo suficiente para dejar pasar aire.
Pero el estadio, por sí mismo, no salva a nadie. Un mismo lugar puede activar o anestesiar: depende del sujeto, del ambiente, del modo de estar. Prescribir pertenencia no debe sustituir al cuidado clínico cuando es necesario; debe humanizarlo. La tentación tecnocrática es medirlo todo y olvidar lo que no cabe en la métrica: el chiste compartido en la fila, el crujido de las butacas, la primera vez que alguien vuelve a levantarse aplaudiendo después de meses sentado por dentro.
Si algo enseña este gesto es una corrección filosófica: el malestar no se cura solo con contenidos, sino con contextos. El yo no se arregla en el vacío; se reencuentra en rituales de sentido. Tal vez ahí esté lo verdaderamente terapéutico del fútbol-prescrito: no el juego, sino el permiso para volver a estar con otros sin tener que explicarse.
La medicalización del mundo nos prometió soluciones sin comunidad. Este experimento sugiere lo contrario: la comunidad como fármaco de baja dosis, administrado en horarios conocidos, con efectos adversos moderados y una advertencia esencial: “No tomar sin presencia”.
Porque, al final, lo que sana no es el marcador, sino el regreso del tiempo y la voz: tener algo que esperar y a alguien con quien decirlo. Y con eso, lo invisible —la semana sin relieve, el cuarto sin aire— empieza a ceder.