La inquietud de haber elegido bien

De ser un tren, no recuerdo la cantidad de cruces y desvíos que he recorrido. Cada uno de ellos parecía decisivo en su momento, aunque el traqueteo del tiempo terminó por diluir la claridad de aquellas elecciones.

Lo peor no es el olvido, sino la duda persistente: ¿elegí bien los desvíos? ¿O acaso fui arrastrado por vías que nunca escogí realmente? Esa incertidumbre late como un eco en los túneles de la memoria.

Quizá la vida no se mide por la exactitud de nuestras decisiones, sino por el movimiento mismo: seguir avanzando, incluso sin saber si el rumbo es el correcto. Tal vez lo esencial no esté en haber elegido bien, sino en no haberse detenido jamás.

El espejismo del empleo: entre la seguridad y el vacío

Europa presume de un desempleo en mínimos, pero ese logro oculta un vacío más profundo: tener empleo no basta si ese empleo no genera progreso ni sentido. El verdadero riesgo no es la falta de trabajo, sino quedar atrapados en trabajos estables pero improductivos, que no transforman ni a las personas ni a la sociedad.

La productividad, más que un cálculo frío, es la capacidad de aportar inteligencia, creatividad y valor a cada hora de trabajo. Europa, aferrada a la seguridad de lo conocido, ha invertido menos en innovación y tecnología, confundiendo permanencia con plenitud.

El desafío es pasar de proteger puestos a liberar talento y crear empleos significativos, donde la estabilidad no sea un fin en sí mismo, sino un medio para el crecimiento común. El futuro europeo dependerá de si elegimos una ocupación sin horizonte o una obra compartida de progreso real.

Cartografiar el sentido

Explorar no es un lujo: es la forma en que el sentido aparece. Igual que quien avanza con un bastón, la vida nos devuelve relieves cuando la tocamos con una actitud concreta. Un día la misma escena se abre como promesa; otro, como vacío. No cambió el mundo: cambió la lente.

Si tratamos la existencia como geografía, aprendemos dos cosas. Primero, que lo trágico y lo gozoso no son reinos separados, sino alturas y honduras de un mismo terreno. Segundo, que el mapa no se descubre al margen de nosotros: se dibuja con nuestros pasos.

La pregunta entonces ya no es “¿tiene sentido mi vida?”, sino “¿cómo la estoy sondeando hoy?”. Cambiar la actitud —curiosidad en vez de cinismo, compromiso en vez de retraimiento— no maquilla el mundo: lo reconfigura. Y en esa reconfiguración sucede el milagro discreto del significado: no una teoría que convencer, sino un camino que se deja sentir bajo los pies.

Ciudad sin alma

Cuando la vivienda se convierte en un lujo y no en un derecho, la ciudad deja de ser hogar. Quien no puede pagar, se marcha. Quien se queda, lo hace con la sensación de estar atrapado en un escenario que ya no le pertenece.

Una ciudad sin diversidad social se convierte en un decorado vacío. Sus calles brillan, pero no laten. Sus plazas están llenas de turistas, pero desiertas de vecinos. La vida cotidiana se sustituye por consumo y espectáculo; la memoria, por escaparates iluminados.

El problema no es solo económico, es existencial. La expulsión silenciosa de quienes construyeron la ciudad erosiona su alma. La ciudad pierde sus contradicciones, sus mezclas, sus grietas humanas. Lo que queda es una superficie perfecta y muerta, diseñada para mirar, no para vivir.

Una ciudad sin alma no es una ciudad: es un producto. Y los productos no saben escuchar ni recordar. Solo esperan ser consumidos hasta que llegue el siguiente.

El estadio como remedio

Se nos olvida que el dolor psíquico no solo exige química: exige mundo. No basta con silenciar la tormenta interior; hay que reaprender los vínculos que la sostienen. Quizá por eso un estadio —ese pulmón que respira a la vez— pueda, por unas horas, devolver al yo al latido de la multitud.

Quien deprime suele perder el ritmo: los días dejan de tener relieve, la semana se aplana, el futuro no tiene citas. El fútbol, con su calendario obstinado, introduce una estructura mínima: el antes, el durante, el después; el partido que se espera, el trayecto, la conversación. La vida vuelve a tener “próximo”.

Hay también una cura de pertenencia. La depresión narra “estoy fuera”; la grada responde “estás dentro aunque no te conozcamos”. No es un amor sublime: es vecindad. Un gol ajeno se convierte en gesto propio; un desconocido te toca el hombro como si te despertara. La identidad se afloja lo suficiente para dejar pasar aire.

Pero el estadio, por sí mismo, no salva a nadie. Un mismo lugar puede activar o anestesiar: depende del sujeto, del ambiente, del modo de estar. Prescribir pertenencia no debe sustituir al cuidado clínico cuando es necesario; debe humanizarlo. La tentación tecnocrática es medirlo todo y olvidar lo que no cabe en la métrica: el chiste compartido en la fila, el crujido de las butacas, la primera vez que alguien vuelve a levantarse aplaudiendo después de meses sentado por dentro.

Si algo enseña este gesto es una corrección filosófica: el malestar no se cura solo con contenidos, sino con contextos. El yo no se arregla en el vacío; se reencuentra en rituales de sentido. Tal vez ahí esté lo verdaderamente terapéutico del fútbol-prescrito: no el juego, sino el permiso para volver a estar con otros sin tener que explicarse.

La medicalización del mundo nos prometió soluciones sin comunidad. Este experimento sugiere lo contrario: la comunidad como fármaco de baja dosis, administrado en horarios conocidos, con efectos adversos moderados y una advertencia esencial: “No tomar sin presencia”.

Porque, al final, lo que sana no es el marcador, sino el regreso del tiempo y la voz: tener algo que esperar y a alguien con quien decirlo. Y con eso, lo invisible —la semana sin relieve, el cuarto sin aire— empieza a ceder.